La práctica totalidad de marcas de utilitarios implementan funcionalidades conectadas, bien a través de una aplicación móvil que interactúa con el vehículo, bien a través de un módulo de comunicaciones como el utilizado por el sistema de llamada de emergencia. No extraña entonces que conflictos bélicos como el ucraniano impactasen en las cadenas de producción, fruto de la carestía de microchips: los coches cuentan con una docena de ordenadores a bordo encargados de controlar desde los frenos hasta la climatización, las ruedas o los faros; elementos que los llamados ‘crackers’ pueden terminan comprometiendo mediante ingeniería social.
Según recoge la publicación oficial de la Dirección General de Tráfico, ya en 2010, un grupo de investigadores de las universidades de Seattle y California consiguieron inutilizar los frenos y el motor de los últimos modelos de coche. La situación escaló hasta que ocho años después el FBI se vio obligado a alertar a los principales fabricantes: o tomaban medidas o los ciberdelincuentes acabarían tomando el control en sentido literal.
Más concretamente, según la firma de ciberseguridad EUROCYBCAR, un cracker puede acceder a nuestras conversaciones, agenda y mensajes a través de la conectividad Bluetooth del coche; conocer nuestra posición exacta mediante el sistema ‘e-call’; sustraer fotos, vídeos y documentos por WiFi; manipular las alertas radiofónicas de tráfico e incluso espiarnos gracias a la información de rutas habituales inherente al GPS (pueden saber fácilmente dónde vivimos y trabajamos). Con todo, la intrusión más habitual incumbe a la llamada ‘cerradura o llave electrónica’ que incluyen la mayoría de vehículos modernos, la cual permite abrir y arrancar el coche con tan solo llevarla encima.